“Coff, coff.”
¿Quieres agua? Le preguntó su compañero de trabajo a través de su cubrebocas. Aristo intentaba mantenerse erguido y no quiso tocarse el pecho, que le dolía hasta explotar, para evitar un escenario de pánico. Le hizo una señal amable a su compañero con la mano para hacerle saber que todo estaba bien, apuntando a su cuello como si algo se le hubiese ido “por el camino viejo”.
Tratando de aparentar normalidad, caminó hacia el baño para remojarse la cara y recobrar compostura. Volteaba a ver su cara mojada en el gran espejo que cubría toda la mitad superior del muro, cuando de pronto cayó en cuenta que eran las cuatro de la tarde. Entre los varones de su piso que usaban ese baño era ya una broma cotidiana que solo los valientes entraban al sanitario después de esa hora, pues se enfrentarían al inevitable olor fétido ya característico de estos espacios, que no se iría hasta el siguiente turno de limpieza, una vez que los oficinistas salieran rumbo a sus hogares. Aristo se miraba a sí mismo mientras caía en cuenta que el apretujado cubo de azulejos no emanaba su característico olor, y que eso no era posible pues la mayoría del personal de ese piso se encontraba laborando. Presionó repetidamente el nozal del jabón y se acercó la rosada pasta a su nariz: nada. Se enjuagó el jabón olvidando los 20 segundos, se secó como pudo las manos, volvió a toser, se volvió a mirar al espejo y tembló, esta vez de miedo. Regresó a su escritorio con el cubrebocas puesto y, tratando de disimular, le dijo a su compañera de espacio que por favor avisara que tenía que irse de la oficina a atender una emergencia familiar. Decidió bajar las ocho plantas entre su oficina y la salida del edificio por las escaleras, tratando de agitarse lo menos posible pero con cientos, miles de ideas saturando su tren de pensamiento.
Caminaba con la mirada al piso hacia la parada del camión, tratando de llevar un paso que le evitara toser o perder el aliento. Una profunda vergüenza le invadía conforme se acercaba a la esquina; si estaba contagiado, ahora se lo repartiría al resto de los pasajeros. En ese corto trayecto había perdido la confianza en el cubrebocas y el resto de las medidas que él había seguido rigurosamente para mantenerse a salvo. ¿En qué momento pudo sucederle, si como todos, él solo sale a comprar víveres y a trabajar? Llevaba meses sin ver a sus padres o hermanos, el bar de los viernes era cosa del pasado e incluso la relación que había comenzado a finales de febrero había decidido terminarla al no tener más opción que el teléfono para continuar conociéndose. Mientras las imágenes de respiradores, enfermeras y hospitales saturaban su mente, decidió detenerse unos pasos antes de la parada y gastar el dinero -que no sabría sí gastaría en unos meses- en pedir un auto que lo llevara a su dirección. “Mejor una persona que 20”, titubeó su mente mientras confirmaba el pedido. Le indicó al conductor que para la seguridad de ambos, abriría a medias las dos ventanas traseras para que corriera el aire. Durante los 20 minutos del trayecto, Aristo trató de mantener su cara fuera de la ventana. Al llegar a su destino, el conductor le preguntó si se encontraba bien al notar sus ojos llorosos. Le mintió en su respuesta y culpó a la polución del aire que le atacó por asomarse a la ventana, despidiéndose rápidamente y saliendo del vehículo con cuidado para no toser ni caerse. Al pasar la puerta de la entrada de su edificio y sentirla cerrarse a sus espaldas, esas lágrimas que habían caído en el trayecto mientras se cuestionaba si ese día había sido la última visita a su lugar de trabajo se volvieron un desahogo desconsolado de tres minutos mientras intentaba mantenerse de pie. El espasmo de llanto le hizo evidente que comenzaba a tener dificultades respiratorias. Había llegado el punto de su vida que tanto temió: el momento de las despedidas, el tiempo de decir adiós.
– Nota: este escrito es ficción inspirada en la realidad.
– Créditos de la fotografía de portada (Picture credit): VioletaStoimenova/E+/Getty Images Plus, de éste artículo de Science News.